Euterpe II

Tiembla el tártaro, tus ecos son el aullido de un arlequín dormido. Dicen de boca en boca que un día te lanzaste a volar con un paracaídas, que dejaste las alas para otro momento más romántico. Tenemos en las venas la tendencia a deshacer cualquier teoría errónea acerca del amarnos o no hacerlo cuando el agua se ha evaporado. Igual, desde la distancia, te siento llorar con el nudo en el pecho que no dejás salir.

Todas la neuronas suicidándose en el reloj de arena nos devuelven esa noche de luna en el mar sin engañar a ningún poeta, como detrás de una nebulosa de murmullos que nos esperaban al regresar. Pudimos tocarlo con las manos y las plantas de los pies, cada vuelta de tu piel nos grita que vivimos el idilio del amor para arrojarlo, como cualquier ser humano, todo por la ventana.

Un día despertamos entre gritos y espaldas curvas y ropas oscuras. Nos rodeamos de cada lágrima derramada con tus trazos puente corazón a la esencia intransitable del haber caído enfermo.
Cómo hacer para explicar, para seguir viviendo, para aceptar tanto dolor lejos de la pirámide invertida que habíamos construido. El recuerdo no deja enterrar el olvido en el fondo del estómago, pasame el vodka. Andás drogándote más que nunca y enterrando cada saliente luminosa en tus miedos o bailás lejos de lo que te hace mal. Por mi parte intento olvidarlo todo como si un tatuaje pudiese despegarse de la piel como una pegatina.

Y es el error constante, la claridad hiriente de haberlo sentido todo como un enjambre de libélulas en los pulmones. Ahora me falta el aire, lo siento, te voy a echar todas las culpas que tenés porque hacen equilibrio con las mías. Sabemos que la balanza está inclinada, que los dolores oscurecen hasta las intenciones mejor construidas. Y tiemblo y te libero porque soy libre pero nada muere en este órgano palpitante, nunca.

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