La banda empezó a tocar,
el vino es el plan para todos
pero no hizo falta organizarse esta vez.
La canción repite: Ningún ser humano es ilegal,
y se baila s-ka alrededor del escenario.
Alguien traía una guitarra,
también habían letras que subían
en espirar por la torre de Babel
y en el aire se desparramaba la noche.
¿Porqué no suspendernos en lo onírico de una canción?
Hay voces que recrean la marcha,
y cuando las escuchás
son el sonido del símbolo indefinible.
Los peronistas en bares,
en campañas, en asambleas,
festejan ganar otra elección.
El eco de la murga es la purga a los vacíos
en las esquina de los barrios de Mendoza
que esconden puñales en las puertas.
La lucha también se canta
en las gargantas que se levantan en las calles.
Las cicatrices hacen metamorfosis
hasta volverse himnos.
Las feministas los tenemos tatuados en los ojos,
las obreras también en las manos.
La sala del Leparc que parece un estadio
era el escenario para presentar esa revista.
La batería nos dejó a todos
empañados de música.
Otros sonidos pían desde los pulmones
de sus cuerpos sin humo,
tallados de blanco,
ausentes de la evolución de la razón
pero presentes en la idea de estar convencidos.
Cuando los evangelistas rezan
las ideas las tienen adheridas a la sangre
que acompañan con un baile acartonado en la iglesia.
La música es el cuerpo del alma,
la presencia que puede embebernos
en ideas ajenas hasta llegar al
nosotros,
ese silencio dormido en los pasos de muchos hombres
La música puede ser esta conclusión,
desenterrada de la contradicción:
más allá de qué digamos, con qué objetivo, y en dónde:
todos cantamos alguna vez.
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