¿Unos lentes para ver diferente?

Job tuvo un par de lentes, unos diferentes. Los consiguió años atrás, cuando todavía no sabía bien cómo hacer para encajar en la vida. Un día caminaba por el parque San Martín y se le desató el cordón de una zapatilla. Fue hacia el costado para no tropezarse y sobre el banco estaban. De un tamaño considerable, medio verdosos y los mangos trabajados delicadamente con vetas plateadas. Primero pensó que mejor debería dejarlos en su lugar, alguien los vendría a buscar, pero estaban cubiertos de  polvo, parecía que hacían días o semanas que nadie los agarraba.

¿El destino? Será que existe una fuerza superior que determina nuestro camino. Seremos nosotros mismos los que forjamos con los pensamientos el futuro. Llevaremos una inclinación interior inconsciente que va llevándonos para algunos lugares. Sea como sea, los lentes estaban en el banco, a Job se le había desatado la zapatilla, el chico era curioso. Un conjunto de causas que lo llevaron a ser el dueño del valioso objeto.

Se los probó primero para jugar, aunque no le gustaba demasiado usar lentes estos le llamaron la atención. Fijó la mirada en el árbol que tenía enfrente y descubrió una extraña nitidez en sus contornos. Sentía como si por primera vez estuviese mirando un árbol, como si antes no hubiera sido capaz de prestarle atención de esa manera. Un poco mareado y sorprendido por la sensación que lo invadía siguió contemplando a su alrededor. Más lejos había una rotonda con pasto, arriba tenía una escultura con caballos, la gestualidad del jinete y la contorsión que expresaban los músculos del mármol o algún material parecido eran bellísimos. Aquellos detalles parecían razón suficiente para entender por qué estamos en esta vida, siendo personas, con el espíritu encerrado en las cuatro paredes del cuerpo.
El primer panzazo de vida que Job se dio fue observando un árbol. El enorme objeto enramado se levantaba 10 metros sobre el suelo y posiblemente sus raíces enmarañaban la base como cabellos de una mujer. Job disfrutó cada vistazo a las hojas pequeñas y verdes que se mecían suavemente con el viento de otoño. De colores amarillentos, estaban entremezcladas con el cielo. Parecía que cada irregularidad en el tronco, de tintes amarronados y textura rugosa, escondía su música.

A partir de ese miércoles por la mañana los llevaba siempre en el bolsillo. Cada vez que podía darse el placer de observar a su alrededor abría el estuche azul, limpiaba con cuidado los vidrios y se ponía los nuevos ojos.

Ser el dueño de aquel objeto no era tarea sencilla. En Mendoza la seguridad últimamente no es el “pan diario”. La gente anda como alborotada, violenta, metida en su carcasa de metal. Un día Job había ido a visitar a Paula, una buena amiga que vive en el Barrio Bombal, de esas que estudian y trabajan y todavía tienen tiempo para tener un novio. Iban caminando para la parada a tomarse un micro a Godoy Cruz, ya eran pasadas las diez de la noche. Desgraciadamente ningún cuatro pasaba y la calle estaba bastante vacía. Se acercó un pibe de unos 18 años. Le preguntó a Paula si tenía hora, ella sacó su modesto celular y le dijo
-Son las 10 y 15
-Dame el celular, la mochila y no armes quilombo
Otro pibe vino de atrás con una punta y agarró a Job. Le quería sacar sus cosas. Job intentó explicarle que tenía solamente libros y le dio el celular, pero no hubo caso. A los cinco minutos se habían ido los dos chabones con todo.

Como era de noche y casi no había nadie en la calle no pudieron perseguirlos o hacerles una zancadilla o defenderse de alguna manera. Por otro lado, se les pudrió el programa, volvieron a lo de Paula, el camino fue bastante incómodo porque ambos se estaban conteniendo las ganas de putear. Mientras tomaban un café Job le contó la historia de los lentes ya perdidos…

La semana siguiente Paula le mandó un whattsup a Job. Estaba en un negocio esos de los chinos en los que venden cualquier gilada que se te ocurra y encontró unos lentes muy parecidos a los que había descripto Job. Job le pidió que se los comprara porque quería intentar probárselos para ver si le hacían algún efecto.

Se juntaron en la plaza España un rato después. Paula le dio los lentes a Job que los recibió con una cara de ilusionado que rozaba la estupidez. Job había sentido mucho miedo de perder para siempre esa visión que los lentes le habían “concedido”. Lo que llega de repente, se va de repente, sigue su curso, es algo que Job tenía que aceptar.


Se calzó los nuevos anteojos. Era muy parecidos a los otros, pero un poco más pequeños. Miró a su alrededor y una vez más pudo sentir que estaba contemplando por primera vez las cosas. Paula le pareció muy bella con su sonrisa a medio dibujar y sus pecas. Pero esta vez cuando se sacó los lentes el efecto no se pasó. Todavía veía a su alrededor de esa manera tan mágica. Sintió ganas de llorar. Había aprendido a mirar de una manera distinta las cosas.

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